Hernán Casciari - ¿Homer perdió la gracia o nosotros la inocencia?

Hernán Casciari tiene un blog en ElPaís que es increíble, no sólo por lo que recomienda sino por cómo lo recomienda. Se llama Espóiler y en él se puede encontrar todo lo que se quiera, siempre que esté relacionado con el mundo de las series. A mí en especial me gusta este artículo de opinión sobre Los Simpsons:


¿Homer perdió la gracia o nosotros la inocencia?
Con la aparición de American Dad, y la consolidación de Family Guy, la televisión quiere encontrarle sustituto a la hegemonía de The Simpsons.
HERNAN CASCIARI - 10 de julio, 2007


Después de dieciocho temporadas (que suman 400 capítulos y casi dos décadas en antena), las malas lenguas aseguran que la comedia animada The Simpsons ya no sabe de qué forma hacernos reír. Esto es lo mismo que decir que Rocco Siffredi, después de empomarse a seis mil cuatrocientas señoras, ya no sabe follar. O que folla peor que antes. El concepto, ridículo, confunde la experiencia ajena con el hartazgo propio.

La construcción del humor de The Simpsons, en las temporadas 17 y 18, es robusta y goza de la misma excelente salud de otras épocas. El que ha cambiado, y mucho, es el público espectador, que necesita un poco más de lo que la familia amarilla le ha dado siempre.

La irrupción en antena de Family Guy, y su consolidación en pantalla con un humor irreverente y a veces mortal, ha logrado que la ilusión óptica de la decadencia simpsoniana se acentúe. Al lado de Peter Griffin y los suyos, la familia de Homer Simpson parece mojigata, sosa y hasta un poquito republicana (nunca más que Stan Smith). Pero éste es un espejismo del que hay que escapar enseguida.

Paréntesis literario (opcional)

Ahora haré una disgresión intelectual, aún sabiendo que la mitad de los lectores se aburrirá y escapará de este texto antes de que concluya. Lo lamento, pero el blog es mío.

Cuando Edgar Allan Poe escribió The Murders in the Rue Morgue (.pdf), en 1841, el relato detectivesco no existía. Poe fue el primero en pensar lo siguiente:

—¡Eureka! Se me ha ocurrido una historia en donde, tras un enigma, mi protagonista busca respuestas basándose en pistas que conocerá al mismo tiempo que el lector.

Ahora, que estamos acostumbrados, este hallazgo monumental nos sabe a poco, nos parece un descubrimiento fácil. Pero realmente no existía tal estructura en el universo de la ficción y, por tanto, tampoco existía el lector de relatos detectivescos.

En 1841, entonces, surgen en el mundo dos cosas nuevas y no una: nace el relato detectivesco y nace también —a la par, como la garrapata en el lomo de un perro— el señor culto al que le gusta leer historias de detectives.

Este lector, al principio, es ingenuo. Desconoce los trucos, no sabe que el hilo conductor es una repetición constante. Cada vez que le dicen que el asesino es el mayordomo, este lector recién nacido abre los ojos grandotes y se sorprende por nada.

Con los años, el lector torpe al que se lo contentaba con poco se convierte en experto, y los relatos deben mejorar para seguir atrapando a una audiencia cada vez más exigente y más numerosa. Aparecen entonces Conan Doyle, Chesterton, Agatha Christie. Después Humphrey Bogart y Phillip Marlowe. Más tarde Columbo y Kojak. Y después, por supuesto, Gil Grissom.

Cualquier capítulo de CSI (incluso los de Miami o New York, que son horribles) están mejor estructurados que The Murders in the Rue Morgue (.pdf) de Poe. Y esto ocurre porque han sido pensados para un espectador que ya lleva ciento cincuenta años empapado de estructura deductiva. Pero esto no significa que CSI sea mejor que Poe: significa que sin Poe, sin su luz y su talento, los lunes por la noche estaríamos viendo los documentales de la 2.

(Fin de la digresión literaria. Ya pueden volver los que habían salido al patio a fumar.)
El fin de la culpa y la vergüenza

A finales de 1989, cuando la Fox aceptó emitir un dibujo animado para adultos, en horario central, en donde se criticaba con inteligencia el modus vivendi usamericano, no existían muchas cosas que hoy son habituales. Entre ellas, no existían los dibujos animados para adultos en las televisiones occidentales.

Nadie en el mundo sospechaba que un ser humano grande, junto a su hijo pequeño, podía sentarse a ver unos dibujitos amarillos y disfrutar (ambos) como un cerdo y un gorrino, respectivamente. No había nacido una nueva serie: había nacido un género de ficción. Algo que ya no podría morir y que, de a poco, comenzaba a ser patrimonio de la cultura universal. Como el cuento de detectives y su lector. Porque en 1989 nacía también el espectador adulto que ve dibujos animados sin culpa ni vergüenza. Una actividad hasta entonces clandestina que sólo se permitían los frikis, los japoneses y los enfermos mentales.

Ya llevamos dieciocho años de experiencia en ese disfrute extraño, ya llegamos a la mayoría de edad como espectadores adultos de dibujos animados. Y quizás por eso no nos cuesta decir, sin piedad ni análisis, que “los Simpson están decayendo”.

Lo decimos, sobre todo, sin corazón.

Family Guy está muy bien, es cierto. American Dad comenzó con mucha fuerza. También es verdad. Pero todo lo que ellos hacen y dicen nos remite a la familia de Springfield; cada cosa que ocurre en las nuevas series animadas con núcleo familiar nos recuerda que crecimos con The Simpsons, que nos atragantamos de risa con ellos, que practicamos arriesgadas maratones de 48 horas y fuimos capaces de ver cincuenta capítulos sin dormir, drogados y babeando en un sofá.

Matt Groening nos enseñó a ser otra clase de televidente: más exigentes, más necesitados del humor sutil, mejor preparados para la barrabasada y el delirio. No son sus personajes los que decaen, sino nosotros quienes hacemos a un lado una época maravillosa para buscar el recambio y poder crecer —también— como espectadores.

Los estamos dejando con cierta tristeza, es cierto; nos duele reconocer que los nuevos capítulos no nos descolocan el tórax como antes, que no nos maravillan igual las entrelíneas de Lisa. Pero no deberíamos perder de vista, nunca, que los hemos visto nacer, que fuimos contemporáneos de su revolución argumental y que, semana a semana, desde que éramos chicos, el mundo fue un lugar mejor cuando en la tele aparecía un cielo azul salpicado de nubes blancas.

Nunca más reiremos como entonces, con esa carcajada nueva. Pero eso no es culpa de nadie: es que ya no somos inocentes.

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